En mi anterior aparición en esta tribuna intenté argumentar que, si se descuida la educación del carácter moral de los jóvenes, de poco servirán los esfuerzos del sistema educativo por inculcarles una mayor conciencia acerca de los asuntos públicos. Educar la dimensión ciudadana es, sin duda, algo completamente necesario, pero está abocado al fracaso, si la calidad moral de las personas decae. En ese contexto, sostuve que el mejor –aunque no el único - ejercicio de ciudadanía consiste en ser una buena persona. El problema es cómo se consigue hacer buenas a las personas. El asunto no tiene nada de novedoso –es al menos tan antiguo como la reflexión filosófica- y es claro que no hay acción educativa que lo garantice: educar en la virtud –una acción que está mediada por la personalidad y la libertad del niño o adolescente- no tiene nada que ver con construir un edificio singular o con fabricar sofisticados artilugios.
La cuestión, como digo, tiene poco de novedosa. Lo novedoso, en todo caso, es el contexto en que es preciso educar. Teniendo presente el contexto y sabiendo que no existen recetas mágicas, me ocuparé a continuación de los tres ámbitos fundamentales en los que se desarrolla la acción educativa, con el ánimo de, al menos, vislumbrar algunas claves de la educación del carácter moral, que, no lo olvidemos, es el objetivo más importante de la acción educativa.
El primer ámbito y más fundamental en el que una persona forma su carácter moral es la familia. El intenso componente afectivo de la relación familiar estructura con una fuerza irrepetible, y normalmente desde su nacimiento, el carácter de una persona. Lo que se aprende –o no se aprende- en el hogar marca, no absolutamente pero sí indeleblemente, la personalidad.
Nos encontramos aquí con la primera dificultad con la que se topa la acción formativa. Por una parte, está el problema de las familias desestructuradas, merced sobre todo al divorcio y al fenómeno de los hogares monoparentales, que va en aumento. Por otra parte, la incorporación de la mujer al trabajo y la creciente duración de los horarios laborales, hace que los niños disfruten cada vez menos de la compañía y del afecto de sus padres. Nos encontramos así con que los padres pierden muchas oportunidades de ir formando el carácter de sus hijos.
Esto no tiene fácil solución. Desde un punto de vista social se impone el esfuerzo general para fortalecer la familia y por facilitar a los hombres y a las mujeres la conciliación del trabajo con su vida familiar. Pero otra parte de la solución reside en que los padres han de mantener una clara intencionalidad educativa. Los padres han de combinar cariño y exigencia para ir moldeando –en la medida en la que esto es posible- el carácter de sus hijos. Esto quiere decir que les tienen que inculcar hábitos de orden, capacidad de esfuerzo para conseguir las cosas, dominio de sus apetencias, asertividad, actitudes de respeto y cuidado por los otros, etcétera, etcétera. Es preciso decir, porque no se suele tener en cuenta, que la acción educativa de los padres ha de comenzar el mismo día que su retoño viene al mundo.
El segundo ámbito en el que se desarrolla la formación del carácter moral es la escuela. Idealmente, la escuela actúa en este aspecto como “por delegación” de los padres. Ello significa que la escuela debe proponerse colaborar –no suplir- con la educación moral que persiguen los padres. La escuela actúa sobre el carácter moral de los alumnos, no tanto en la formación de hábitos –algo que en cierta medida también hace- cuanto en proponer un mundo coherente de valores aceptados socialmente, que contextualizan los valores que se afirman en el ámbito familiar.
Y la tercera pata de la educación, la que tal vez en este momento histórico goza de una relevancia educativa que nunca hasta ahora había sido tan fuerte, son los productos elaborados por la industria del entretenimiento. Ya advirtió McLuhan de que quien trata de encontrar las diferencias entre educación y entretenimiento, muestra su total ignorancia en ambas materias. Los niños, adolescentes y jóvenes moldean su personalidad, en gran medida, a través de lo que les entretiene.
En efecto, así como la acción educativa de los padres posee como componente principal la relación afectiva, el entretenimiento educa a través de su componente narrativo-emocional. Tengo la impresión de que en el ámbito educativo se ha tenido muy poco presente el carácter educativo –para bien o para mal- de las historias, de las narrativas que inciden en la imaginación, emociones y afectos de los niños y de los jóvenes.
Lo novedoso del contexto cultural de la última centuria es que las narraciones –a través de películas, series y programas de televisión, videojuegos, cómics, música, revistas juveniles, etcétera- se producen industrialmente y llegan masivamente a millones de niños y adolescentes. Su capacidad de incidencia es inmensa y no parece que se encuentre articulada con la labor educativa de la familia y de la escuela. Por desgracia, en muchas ocasiones los relatos que, en su conjunto, ofrece la industria del entretenimiento son todo menos educativos En mi opinión, la educación del carácter moral no se resolverá satisfactoriamente mientras los distintos responsables de la industria del entretenimiento no asuman un decidido compromiso educativo; lo cual no exige que el mundo de la ficción se pueble de historias edificantes, sino que, simplemente, su narrativa no sea dañina.
Lo que, en cualquier caso, no hay que perder de vista es que la educación del carácter moral es un objetivo educativo irrenunciable, que requiere del concurso de los padres, de la escuela y de los grandes proveedores de ficciones. El futuro de la educación es nuestro futuro.